Querido Santa, hace años que no te escribo, creo que desde el 95. Es que en todo este tiempo pasaron las ilusiones y las desilusiones, como aquella tarde de diciembre en que mis hermanos mayores me dijeron, en secreto y al oído, que no existías. Esa Noche Buena, cuando apareciste riéndote un poco acalorado y te sentaste en el sillón vintage de una casa alquilada en Miramar, te miré bien las manos y descubrí que tenías anillo de casado, y que se parecían mucho a las manos de mi papá. Después, mientras todos los demás hacían escándalo por tu presencia, yo te miré bien los ojos y cuando cruzamos miradas lo confirmé: Papá Noel es papá. Mi papá.
Después de eso me desilusioné un montón de veces más pero un día tuve un hijo y me volví a ilusionar. Y volví a creer en vos. Bueno, él hizo que tuviera ganas de volver a creerte. Entonces compré un arbolito – medio petiso pero digno, eh- y lo armamos. A partir de ahí, las Navidades tuvieron color otra vez. Recobraron su ilusión, su magia y su fantasía. Hace un par de años que por esta época sos el centro de mis conversaciones con mis hijos. Ellos de verdad creen en esa historia que incluye una casita en el Polo Norte desde la cual trabajás duro leyendo miles de cartas con errores de ortografía y pedidos complicados. Como una careta de T-Rex con sangre en la boca porque acaba de luchar con un Triceratops. No sé cómo vas a conseguir eso, pero mi hijo del medio lo espera. Creen en que un grupo de renos voladores y copados, con Rudolph a la cabeza, te llevan a volar por el mundo repartiendo regalos. Creen en que estacionás tu trineo en el techo y que te tirás por la chimenea. En casa están preocupados porque no tenemos chimenea, pero ya les dije que vos te las arreglás bien y que seguro encontrás una ventana entreabierta para poder entrar. Creen en tu risa y en tu barba blanca. Entonces yo creo con ellos y vivo estos días con su misma esperanza. Qué maravilla que los hijos no inviten a volver a creer.
Pensé que era oportuno escribirte mi propia carta, teniendo en cuenta que sobreviví a este año en el que pude combinar trabajo y maternidad de tres, sin desmayarme en el camino. Creo haberlo hecho bien. Les conté un cuento 320 de las 365 noches que tuvo el año. Muchas de esas veces fueron cuentos inventados por mí. Espero que sepas valorar el esfuerzo. Perdí la paciencia muchas veces, ok, pero entiendo que eso es parte del juego. Ahora parece que las madres no podemos salirnos de las casillas pero la realidad es que las madres se salen de las casillas, de vez en cuando. Me senté a jugar un rato cada día, aún sin tener ganas, pero ellos no se dieron cuenta de eso. Cuando mi hijo me dibujó la pared con una familia de dinosaurios, pude respirar hondo y en tres segundos decidir que era mejor preguntarle qué había pasado, que enfurecer. Eso es un montón, ¿o no? Además, no dormí de corrido en todo el año así que creo que me merezco algunas cositas…
Quisiera que me traigas algunos regalos por anticipado para atravesar estos días con niños en vacaciones. Paciencia, imaginación y una cintura nueva. La mía de nacimiento está destruida. Necesitaría, también, que mis hijos se despierten a las 8 y no a las 6.59, así me da tiempo a tomar un café en la cocina. Sola. Si puedo comerme una tostada entera antes de que aparezcan, mejor. Si no es mucha molestia, me vendría bárbaro un paquete lleno de energía para seguir haciendo upa y una bolsa colapsada de buen humor. También te pido, por favor, que en estos días sofocantes no se me rompa el aire acondicionado como me pasó el año pasado en esta época, cuando estaba en pleno romance meloso y pegoteado y turbulento y hormonal con mi bebé recién nacido.
Espero que no te parezcan desubicados mis pedidos. Yo creo que estuve muy recatada. Lo de la careta ensangrentada es mucho más difícil.
Te espero ansiosa,
Mechi