Si Dios quiere -y espero que quiera- me quedan unas siete semanas de embarazo. Siete semanas y se me corta esa pseudo impunidad de la que gozamos las chicas con panza. Sí, hay un par de «impunidades» que aprovechamos, usamos y abusamos, hasta que, un día, alrededor de la semana 40, se corta el hechizo y nos convertimos otra vez en calabazas. En calabazas con rodete.
No es que ahora sea la Cenicienta, porque estallaría su zapatito de cristal de sólo probármelo. Es que la retención de líquidos ya empieza a hacer estragos en mí y mis pies no me estarían cayendo tan bien. Bueno, mis manos tampoco. Tuve que sacarme la alianza ¿te conté? No es que quiera esconder el «anillo carcelero» para vivir una noche de soltera, como dirían Los auténticos decadentes. Lejos, lejísimos estoy de querer hacerme la linda. Es muy difícil hacerse la linda cuando la mayoría de tu ropa no te entra, no llegás a atarte los cordones y levantarte de la cama se convierte en una odisea. Que suerte que nadie me ve.
Entonces pienso que es justo que las embarazadas gocemos, durante todo ese paréntesis, de algunos permitidos que nos empujen y acaricien la autoestima y nos faciliten la cuestión. Durante estos siete meses que llevo «habitada», hice uso y abuso de:
1. No hacer ni una fila. Ni en el super, ni en la farmacia ni en el banco. En mis embarazos anteriores me costó hacer valer mis derechos hasta que me di cuenta de que si yo no los hago valer, nadie lo hará por mí. Hay muchas, y digo muchas porque en su mayoría son mujeres, que prefieren hacerse las distraídas cuando ven una mujer embarazada y a su redonda y pesada humanidad. Y como mis hormonas me convierten en un ser sin demasiados pelos en la lengua, no tengo ningún problema en tocar hombros ajenos y pedirles, amablemente, que me dejen pasar primera. Supongo que eso genera malos pensamientos en ellas, lo sé por la manera en que me miran cuando me adelanto con mi changuito lleno, pero no me hago cargo.
2. Comer, con menos culpa. Es muy mentiroso eso de que hay que comer por dos. En el fondo nadie se lo cree pero algunas nos aferramos a ese dicho de abuela para sentirnos menos mal cuando en vez de tres empanadas, nos comemos cinco. Creo que hasta los antojos son una farsa, pero representan pequeños escapes, puntos de fuga o gustos merecidos que sólo en ese estado podemos exigir a un otro que, cabizbajo, parte al kiosko cerca de medianoche en busca de una bananita dolca. Tal vez dos.
3. Decir que no cuando quiero decir que no (es un placer). Y el embarazo te da esa vía libre para hacer un poco lo que se te canta. Te da la excusa perfecta para quedarte con las piernas para arriba porque «piernas cansadas», te habilita a no ir a ese evento que es un embole porque «presión baja» o a no acudir en la mitad de la noche para socorrer al más chiquito porque «me agarró un calambre, che».
Son 40 semanas o 9 meses -si tenemos la suerte de que el embarazo llegue hasta el final- para que en este estado de tormenta emocional y física hagamos lo que se nos de la gana y alcemos nuestros derechos, sin dar tanta explicación. Nos lo merecemos, por esos kilos ganados, esos ombligos estirados y esas estrías desfachatadas que aparecieron sin permiso. Tomémoslo como esa calma antes de la tormenta. Del rodete, de los cólicos, de los puntos, de la bajada de la leche, del caos del puerperio, de las noches en vela, de las mañanitas adormecidas, de las camas tomadas, de las remeras vomitadas, de la emoción y de las sombras. Antes del amor, lo mejor del amor.
sin comentarios aún