#MartesDeRelato

HAKUNA MATATA

Hakuna Matata es una forma de ser, como bien dice la canción
del Rey León. Se trata de una filosofía de vida, una expresión que se interpreta
como “sé feliz sin preocuparte demasiado”, como Pumba y Timón le enseñan a
Simba en la gran película. Para mí es una de las mejores de Disney y disfruto
tanto o más que Cruz, cada vez que la vemos juntos.  Resulta que, cuando una es madre, son
infinitas las veces en las que hay que tratar de hacer propio el mensaje de
esta canción y transformarlo en un hábito. Yo estoy recorriendo ese camino…
Los 128 kilómetros que separan el campo de Buenos Aires
parecieran ser 1000 desde que ya no somos dos haciendo el trayecto. El viaje
que antes se hacía en una hora y media, tan ameno, escuchando reggae mientras
charlábamos de la vida, mate de por medio, sumó dos pequeños integrantes que dieron
vuelta todo. Ya no suenan Los Cafres de fondo; hoy elegimos las canciones del
Rey León (que ya creo que me gustan más), las charlas de a dos pasaron a nunca
poder prosperar, se escucha un concierto de llantos de un bebé que no se
acostumbra a viajar, un niño que se enoja porque su hermano grita y él no puede
escuchar y cantar Hakuna Matata y que, además, justo quiere hacer pis cuando
recién entramos a la ruta, o acusa hambre desesperado cuando acaba de almorzar.
Sabiendo cómo viene la mano, en mi bolso
nunca faltan las botellas de agua y las galletitas, pero tampoco las servilletas,
juguetes, mamaderas, marcadores para pintarnos las caras mientras matamos el
tiempo, chupetes de repuesto y mudas de ropa, entre otras tantas cosas.
El otro día, cuando en medio del viaje Blas empezó con su sinfonía,
le di su mamadera para que se calmara sin sospechar que minutos después
llegaría la debacle. Así como se la tomó, la vomitó. Íntegra.  Su cara, su ropa, su sillita, el asiento de la
camioneta y hasta su pelo terminaron completamente vomitados. Otra parada de
emergencia al costado de la ruta. Hubo que sacarlo de su silla, reacomodar
lugares, cambiarlo y limpiar todo. En el interín, mientras sonaba Hakuna Matata
por décima vez seguida, Cruz hacía arcadas observando  un panorama poco alentador, y Berlín, el
cachorro nuevo (ya les contaré de él), chupeteaba impávido lo que mi hijo
acababa de devolver.
Fue una situación bizarra, con picos de tensión, pero con
final feliz. Una vez que todo se ordenó y pudimos seguir viaje, después de unos
minutos de silencio nos miramos los dos y no pudimos evitar estallar en
carcajadas por lo que acababa de pasar. Viajar con chicos no siempre es un
placer, pero hace un tiempo aprendí que, como todo, depende de la filosofía que
elijas. La mía es simple: sonreír y HAKUNA MATATA.
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