Cuando suena el despertador a las 6.20, con esa musiquita que ya oigo hasta en mis pesadillas, me lamento no haberme ido a dormir a las 10, como prometí que lo haría ayer, cuando sonó el despertador a las 6.20. Es que cuando la casa está en silencio y a oscuras, no puedo no caer en la tentación de agarrar el celular, contestar mensajes y mails, organizar posts y mirar un poco qué hay de nuevo. ¿Acaso vos no lo hacés, cuando todos duermen?
Entonces cuando a esa hora maldita el despertador me anuncia el deber de empezar un nuevo día -aún aunque afuera todavía no sea de día- me meto bien abajo de las sábanas, me tapo con la almohada y prometo no trasnochar nunca más en mi vida. A esa hora puedo ser muy exagerada. Pero a los cinco minutos vuelve a sonar, qué manera de insistir, che. No me queda otra y bajo a la cocina con pasos torpes, somnolientos y los ojos a medio abrir. Qué suerte que ya conozco mi casa de memoria, eso me ahorra pegarme muchos palos, a las 6.30 am, cuando todavía no amaneció. Entonces me toca preparar el desayuno de un niño de primaria. Porque ahora soy mamá de un niño de primaria. Agarro su taza de Toy Story y en vez de ponerle su Nesquik de todos los días, le pongo café. Leche y revuelvo. Dormida soy capaz de cualquier cosa. Salta la tostada y en vez de ponerle su queso blanco la dejo así como está. Voy a su cuarto, lo despierto pero no quiere saber nada. «Quiero seguir durmiendo», me dice. Ay yo también, no sabés cuánto. Lo alzo, me pesa, mi hernia de disco llora. En mi cama trato de vestirlo. Le pongo la remera arriba de su piyama y el pantalón sin calzoncillos. De fondo, en un canal de aire, los Paw Patrol resuelven problemas ajenos. En un instante de lucidez reacciono, sacudo la cabeza intentando despabilarme. El sol todavía no aparece. El reloj me corre. A las 7 menos 2 minutos vienen a buscarlo. No llego. Por fin logro vestirlo de una manera coordinada. Las medias donde van, el zapato derecho en el pie derecho y el izquierdo en el izquierdo. Agarra su taza y se toma un sorbo. Él espera su Nesquik, no un café. Explosión de café en mi acolchado blanco, y una tostada insulsa sin untar. No me puede estar pasando esto. Se escucha la bocina y el chico que me mira como diciendo «¿y ahora qué hacemos?». Quisiera que se me aparezca la mismísima patrulla de cachorros para resolver mi problema matutino. En mi época era el Chapulín Colorado.
Escenas de una mañana agitada que me recuerda que esta noche, aunque se caiga el mundo, me voy a dormir a las 10. Por suerte él me quiere igual.
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