#MartesDeRelato

LAS REFUGIADAS DEL PRIMER TRIMESTRE

En los primeros tres meses de embarazo una mujer debería poder tener el don de desaparecer de la faz de la tierra. No ver a nadie, no hablar con nadie, no tener que trabajar ni vestirse. Una especie de «pre» licencia por maternidad con goce de sueldo, claro. Debería existir un lugar de «refugiadas del primer trimestre» en donde se encuentren allí todas aquellas que están atravesando este período, porque sólo ellas saben. Y entonces puedan comer, vomitar, dormir, putear y llorar a piaccere, sin que nadie las juzgue. Si tuviste hijos también lo sabés, pero sólo las que lo están atravesando en ese mismísimo instante saben de qué se trata. Porque después -gracias al cerebro y al corazón humano y a su fantástico proceso de selección y edición- un poco te olvidás. Me pasó a mí todas esas veces que dije que el embarazo era el estado ideal. Claramente me había olvidado de esa primera parte de náuseas matutinas y vómitos sorpresivos, de hormonas revoltosas, de cambios físicos y emocionales, de incertidumbre, de siestas ridículas y de humores descompuestos.

Ahora que ya la pasé puedo tener la lucidez de contarlo, pero mientras estuve entre sus garras era como estar en un limbo cruel. Que tengas que viajar en un bondi -ponele- sintiéndote pésimo sin tener el derecho de pedir un asiento, es cruel. En realidad el derecho está, pero hay que ver si tenés ganas de bancarte la cara de traste de aquél que te mira la panza con gesto extraño, sin terminar de creerte. Lo mismo en la fila del súper ¿a partir de cuándo una tiene prioridad? ¿O a partir de cuándo el estacionamiento para embarazadas puede ser ocupado? En el primer trimestre sos como una especie de embarazada anónima a punto de vomitar pero con carencia de prioridades. Salvo que te animes a hacerlas valer. aún cuando tu panza sea más de ravioles que de bebé. Todo esto ya es cruel.

Manejar con una bolsita a mano, como las del avión, y con otra de bananitas glaseadas para saciar el antojo; y alternar una bolsita con otra; es cruel. Tener que salir corriendo en plena conversación porque te atacaron las arcadas y mientras corrés pensás en algo fresco y lo repetís para tus adentros: «lavanda», «menta», «lavanda», «menta», porque sólo oler o pensar en eso te saca el malestar; es cruel. También es raro. Y la gente te mira y no entiende. No sabe si estás gordita o deprimida. Ni una cosa ni la otra, estoy en el primer trimestre de embarazo, viste. Que el sentido del olfato se vuelva absoluto y seas capaz de oler a distancia, es cruel. Yo tuve que cambiar el producto de limpieza para el piso. Fui al lavadero, miré cómo se llamaba y me juré jamás volver a comprar «Mañanas de campo». Olerle el olor al agua mientras te bañás, y tener ganas de vomitar, es cruel. Sí, es muy cruel que el agua te dé ganas de vomitar. Quedarte dormida súbitamente y despertarte con la almohada marcada y un hilo de baba que cae, además de cruel es muy poco sexy. Querer comerte un niguiri o un sashimi a las 7.30 am o necesitar tomar el té con una lata de palmitos. Clavarte dos empanadas de carne a las 10 de la mañana y después tener ganas de llorar. Atacar un chocolate de los grandes a las 11 de la noche y bajártelo en un santiamén y que después te dé culpa.  Es cruel.

La lista podría seguir pero no quiero aburrirte ni espantarte. Lo cierto es que esto de gestar un ser humano, de ser sede de una vida que crece y que baila en tu interior, de entregar tu cuerpo y tus emociones para que ese otro algún día pueda salir al mundo, es tan maravilloso como misterioso e intenso. Después de todo, no es mala la idea de un refugio para las del primer trimestre, eh.

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