En realidad no tengo ni idea cómo se hace, quizás el título de este post debería ir entre signos de pregunta. No estaríamos pasando por un buen momento con este muchacho, que está cerca de cumplir dos años, o como le dicen algunos, «los terribles dos». Acá lo ves en esta foto, con su paso apurado, chupete en su lugar y mirándome de reojo, mientras intenta huir de mi mano. Creo que tardé 40 minutos desde que le puse el pañal hasta que por fin pudimos salir de casa. Acostarlo en la cama para cambiarlo es la primera batalla que libramos en el día. La primera de muchas. Lograr pegar correctamente los abrojitos del pañal mientras él se mueve como leoncito enjaulado, no es tarea sencilla. Ponerle la ropa, segunda batalla. Él quiere vestirse sólo pero apenas puede embocar la pierna correcta adentro del pantalón y el tiempo me corre. No quiero llegar tarde a su jardín y tengo mil cosas que hacer. Llega el turno del buzo. Lo que más le divierte. Enganchar el cosito en el otro cosito y subir el cierre. ¿Qué tengo que hacer? ¿Esperar sentada y llegar tarde a todos lados, o sacar a relucir mi versión más autoritaria y hacerlo yo misma? Si me inclino por la segunda opción se desata la Tercera Guerra Mundial. Lo sé porque ya lo intenté. El tipo se tira al piso, patea, llora lágrimas de bronca y se retuerce. Cuando por fin puedo alzarlo, mis brazos están más cansados que cuando termino mi clase de AeroLocal y me siento transpirada como cuando salgo de Zumba. Es ahí cuando se pone serio, me mira fijo, repite «no, no, no», ese monosílabo que es su más reciente adquisición y que usa para todo, y me pega en el cachete con su mano abierta. Eso sí que le sale rápido. Silencio. No le quito la mirada de encima y él me esquiva mirando para abajo. Todavía no tiene dos, pero ya empieza a saber qué está bien y que no. Son las 9,27, en tres minutos tengo que dejarlo en su jardín. Y todavía falta ponerse la mochila, esperar el ascensor y caminar una cuadra hasta llegar. Todo éso lo tiene que hacer solo, si no quiero que me declare la Guerra Civil. Por el amor de Dios. No sólo la piel y el corazón se estiran con esto de la maternidad. También se estira la paciencia, como chicle. Necesito un chicle con gusto a paciencia para no perder mi Norte cada vez que mi toddler me pone a prueba. ¿Quién inventó esto de los Terribles dos años? Me cae pésimo.
Déspota, dictador, testarudo, egocéntrico y exagerado. Todo es «yo» y «no» y eso que todavía no cumplió formalmente dos. Me da pánico lo que se avecina, más pánico que los alemanes en el Mundial. Quizá, como en el fútbol, tenga que desarrollar tácticas y estrategias, actuar con rapidez por momentos y mantener la calma por otros, esquivar a mi pequeño rival cuando haga falta, hacer jueguito con la paciencia y aprender a respirar, para poder seguir corriendo. En este partido, cuando llega el entretiempo saltamos del odio al amor y mi alemanito me propone hacer las paces. Entonces su mirada es mucho más amable y hasta se anima a acariciarme, ahí mismo donde hace diez minutos me dio un bife. Pero después empieza el segundo tiempo, y todo vuelve a empezar. No tengo idea cómo tener un niño de dos sin morir en el intento, pero supongo que así, intentando, y teniendo siempre un chicle de paciencia a mano.
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