#MartesDeRelato

SÓLO POR UN HIJO (Y NADIE MÁS)

Hay cosas que solamente estamos dispuestas a hacer por un hijo, y por nadie más. Ni por el amor de tu vida ni por ningún hijo ajeno, ni por la madre que te parió. Parir un hijo, de la forma que sea -acá no importan esos detalles que no son más que caprichosos datos de color- además de reformular tu existencia entera, te hace ser capaz de cosas que jamás hubieras imaginado…

1. CONVIVIR SIN CHISTAR CON LA SALIVA AJENA
Vos, que tal vez te costaba compartir un vaso, una ronda de mate o una cuchara cuchareando un pote de helado (porque sí, el helado y el dulce de leche son más ricos cuchareados desde el pote) de pronto te encontrás conviviendo a diario con ese líquido complejo y viscoso que en la mayoría de las veces le pertenece a otra glándula salival que no es la tuya. Ahora sos capaz de comer galletitas chupadas a las que alguien le robó el relleno y después las descartó y como no sabés dónde tirar te terminás comiendo vos. ¿No sabías por qué no bajabas de peso? Tal vez te acabe de dar la respuesta. Te sorprende verte tomando de un vaso de plástico con barquitos indescriptiblemente asquerosos y tan acostumbrada estás a lidiar con esto de la saliva que un día hacés eso que hacía tu madre y que prometiste jamás hacer: limpiar la cara de tu hijo con la tuya. Puaj.
2. PERDER EL PUDOR
Si hace unos años me decían que iba a estar persiguiendo a un niño por la playa y en bikini sin reparar en el auténtico bamboleo de cachas, te hubiera dicho «no querida, no te equivoques». Cuando corrés se te mueve la humanidad entera, seas un palo o no, pero de pronto es como si el pudor se achanchara, se pusiera tímido, se quedara dormido. Y entonces corrés sin un pareo o un short que te oculte descaradamente las «debilidades». Y lo mejor es cuando en el medio de la corrida te das cuenta de que en el fondo no te importa nada. Ay, qué placer cuando no te importa. También sos capaz de cantar en voz alta y tal vez creer que lo estás haciendo bien o gritar cuando la paciencia entra en «low bat» y mirar a la gente alrededor con cara de «no te hagas, vos también gritás». 
3. Y -DE A RATOS- LA COQUETERÍA
Alguna vez he salido con la cara dibujada: un par de rayas en la frente y unos bigotes violetas me acompañaron durante todo el día, y yo que creía que la gente me sonreía porque justo todos habían amanecido de buen humor. En un ascensor me saqué un pedazo de banana del pelo ante la mirada disimulada de mis compañeros de viaje. Cuesta sacar banana del pelo, eh. No es fácil. En un bar, buscando la billetera, empecé a sacar todo lo que tenía en la cartera: un pañal sin usar, uno usado (bueno, pillado) que había quedado olvidado metido adentro de una bolsa, un chupete sin su tapa porque siempre pierdo las tapas de los chupetes, y un Woody un tanto averiado. Pero lo que nunca pero nunca te tiene que pasar es lo que me pasó a mí: olvidar ponerte los protectores mamarios cuando estás dando de mamar y te tenés que ir a una reunión de trabajo. Y tenés puesta una camisa blanca. Que nunca te pase.
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