#MartesDeRelato

YO ESTUVE AHÍ

Podrá reclamarme que sus tortas de cumpleaños nunca se parecieron a las de Pinterest; que no me acuerdo su número de documento de memoria y que fue a un jardín de infantes diferente cada año. Que sus cumpleaños no tienen tanta pompa, que no hago la decoración a mano y que tampoco estoy un mes antes organizándolo. Que no tengo talento para las manualidades y que no sé dibujar, que los botones se los cose su papá, porque le sale mucho mejor que a mí y que a la hora del té no tiene galletitas caseras con formas de animales, como algunos de sus amigos. Que no le compro algo en el kiosko cada vez que lo pide y que sólo tiene una actividad extracurricular (¿para qué más?). Que la tostada siempre me sale un poco más quemada de lo que a él le gusta y que a mis Nesquiks le faltan un poco más de chocolate; que siempre salimos a las corridas de casa para no llegar tarde y que en el campo no lo dejo cambiarse la ropa todas las veces que le gustaría.

Sus tortas de cumple nunca fueron muy fotógenicas, un poco desprolijas, a decir verdad, pero siempre fueron chocotortas con generoso relleno y regios muñequitos del superhéroe de turno. Sólo me sé mi propio número de documento y, a la fuerza, tuve que aprenderme el de su papá, un poco porque me obligó. Sus cumpleaños no son «de revista» pero sí son imaginados y creados con mucho corazón, aunque la decoración sea comprada y lo organice en una semana. No puedo coser ni dibujar, y mis talentos tampoco son culinarios, pero algún día me va a agradecer que estoy dejando asentada, por escrito, la historia de su niñez, para que pueda leerla cuando quiera, ojalá algún día en formato libro.

Podrá criticarme muchas cosas, pero yo siempre estuve ahí. No me perdí la primera vez que se sentó solo o que dio su primer paso. No tuve que dejar indicaciones cuando tuvo fiebre, porque estuve ahí. Nadie me contó cómo fue que aprendió a nadar, cómo se animó a tirarse del trampolín antes de los tres años, cómo saltó de alegría cuando, por fin, le salió decir la doble erre, ni la cara que puso cuando se encontró con el mar. Nadie me contó cómo abrazó a su perra, cuando la conoció, ni cómo sonrió cuando pudo escribir su nombre. Tampoco tuve que pedir que me describan sus gestos cuando aprendió a andar en bici sin rueditas. Porque yo estuve ahí. Me gusta pensar que no me perdí de nada, porque siempre estuve ahí. Creo que es lo único que él, de verdad, necesita.

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