A miles de metros de altura hay calma, silencio y perfección. Los azules parecen más azules, los contrastes más intensos y el paisaje se alza imponente, como un cuadro pintado con pincel de trazo fino. Impecable. La distancia hace que todo se vea más claro, a veces alejándonos es cuando mejor vemos. Será que desde lejos se percibe la belleza que nos rodea y que quizá de cerca no vemos. Mirar desde afuera es un gran ejercicio. Observar, encontrar detalles, valorar, entender y volver. Algo así como meditar, un irse para poder mirar(nos) y así volver más sabios. Cambiar de ángulo para ver las otras caras de una misma cuestión, porque, a veces, de tan cerca no se ve.
Dejar a mis hijos por unos pocos días al cuidado de otras (buenas) manos, es mirarlos desde un ángulo y una perspectiva diferente. Desde lejos los veo mejor, entiendo más algunas cosas, me enojo menos y valoro más. A una cordillera de distancia, con los ojos descansados y la espalda descontracturada, todo se ve más brillante y mi jardín es el más verde; las malas noches pesan menos y los llantos no molestan tanto. A la distancia soy menos catastrófica y más agradecida. Veo mi todo y me gusta. Porque el todo se percibe más lindo y más armonioso, cada cosa está en el lugar que tiene que estar. Dejar a mis hijos para reencontrarme y reinventarme, es entregarse y confiar. Confiar en que van a estar bien.
Desde tan alto -ahí donde una no controla nada y, otra vez, sólo queda entregarse y confiar- los problemas se ven más chicos y el escenario parece más majestuoso. Será que el cielo está tan cerca, casi que se puede tocar con las manos, entonces empiezo a mirar en perspectiva y le doy a cada cosa el valor que se merece. Aprender a no ver drama donde no lo hay y a sentir que mi escenario cotidiano también puede ser majestuoso, eso es tocar el cielo con las manos teniendo los pies sobre la tierra.
sin comentarios aún