Me subo al avión con uno a upa y dos peleándose por quien camina primero por ese angostísimo pasillo. Ahí los veo: los afortunados de primera clase sentados en sus sofás, más cómodos que la propia cama. En una mano un libro de autoayuda y en la otra un champagne. Qué contraste, pienso. También pienso, mientras camino hacia el sector popular de la nave, que daría cualquier cosa por instalarme ahí, en alguno de esos asientos de volúmenes generosos que se reclinan 180 grados. Quiero rogarle a la azafata pero después me arrepiento. Papelones no, Mechi. Sigo mi camino en busca de nuestros lugares y empiezo a sentirlas; son las miradas disimuladas de los que nos ven aparecer con dos chiquitos y un bebé. No tengo el don de leer pensamientos pero no tengo dudas de que todos están pensando lo mismo: “por favor que no se sienten cerca mío”. No los juzgo, si yo estuviera en su lugar pensaría lo mismo.
Finalmente llegamos a nuestro destino; las víctimas son dos panameños que viajan al lado nuestro. Sonríen, pero sé que nos odian. Me siento en mi asiento, ese que se reclina 92 grados amarretes y los veo a nuestros vecinos eligiendo una película para mirar. “Cuánta libertad”, pienso. Después le piden una cerveza a la azafata; y yo que no puedo pedir ni un vaso de agua porque no hay manera de que con un bebé a upa no termine volcado arriba mío. Se ponen sus auriculares y se disponen a disfrutar de un estreno. Intento hacer lo mismo pero el chiquito me desenchufa los auriculares tres veces en menos de un minuto y me resigno. La película de Morgan Freeman que roba un banco con dos amigos quedará para verla en casa con Netflix sin nadie encima mío. Entonces la azafata me pregunta si quiero carne o pollo. La comida de avión no tiene gusto a nada así que le contesto lo primero que me sale. ¿Qué estarán comiendo los de primera clase? Tal vez salmón. Escucho unos ronquidos. Claramente no son míos ni de ninguno de mi familia. Son del señor canoso que está en diagonal a mí y que tiene puesto un antifaz, bastante ridículo por cierto. Lo de ridículo tal vez lo digo por envidia. Viste que a veces la envidia nos hace decir, sentir y desear cosas feas. Algo mojado me interrumpe mis pensamientos. Un líquido blancuzco adorna mi pierna y parte de mi asiento, ese que se reclina 92 grados. Mi hijo acaba de vomitar encima mío. La señora que está a mi lado cruzando el pasillo se horroriza, pero la de atrás, que también tiene un bebé a upa me sonríe con empatía, como diciendo «yo también estuve ahí». Manoteo la muda de ropa para él, un pañal y unas toallitas y voy hasta ese cubículo de uno por uno que dice llamarse baño, y hay cola. «Siempre cuando una está apurada hay cola», pienso. Tiene unos 16 años, me ve con un rodete mal hecho y la pierna vomitada entonces decide dejarme pasar primera. Termino, se lo entrego al padre y me voy a cambiar yo, pensando en lo importante que es llevar una muda de ropa extra para una, cuando se viaja en avión. Qué difícil es maniobrar en un diminuto baño de avión, y peor todavía si justo hay turbulencia. Salgo victoriosa y limpia, dispuesta a dormir a mi hijo para poder ver un rato la de Morgan Freeman. Me acomodo el rodete, limpio mi asiento vomitado y miro a los panameños dormidos con los auriculares puestos y sus bandejas de comida vacías. Pienso qué estarán haciendo los de primera clase. Comiendo helado de postre, tal vez. Atrás, la plebe va amontonada y ahora con olor a vómito. Mis otros dos hijos no duermen y caminan por el pasillo, van y vienen. El señor canoso del antifaz los mira ir y venir con el ceño fruncido y adivino que también quisiera estar en primera en clase. Mi bandeja de comida intacta. Ya me olvidé si pedí carne o pollo. Igual tienen el mismo gusto así que no importa. El bebé acostado arriba mío me mira y hace fuerza. Otra vez siento algo mojado pero ahora no es blanco. Es entre marrón y amarillo. Se queda dormido automáticamente, mi pierna cagada y yo atrapada en ese asiento que se reclina 92 grados. Los panameños duermen. Los de primera clase también, y a 180 grados. Pienso que todavía faltan cinco horas para aterrizar y también pienso que la próxima vez tengo que acordarme de que una sola muda de ropa nunca es suficiente.
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