Me gusta que los chicos se porten como lo que son: niños. Que hagan ruido, se muevan, exploren, descubran, se sorprendan, se caigan y puedan volver a levantarse, se ensucien, hablen alto, hagan preguntas y travesuras, se rían fácil, lloren cuando lo necesitan, se expresen, se enojen y se desenojen casi al mismo tiempo, no conozcan el rencor, coman con la mano, jueguen al aire libre y usen su imaginación. Dejarlos ser, que se equivoquen, que aprendan de sus errores, no hacer por ellos lo que pueden hacer ellos mismos, no allanarles tanto el terreno sino que lo atraviesen, cada tanto, con obstáculos; mirarlos moverse y resolver situaciones, no siempre tratar de evitarles el sufrimiento porque de sufrir se aprende y se sale más fuerte, no marcarles tanto los errores ni tampoco aplaudirlos en exceso. Sacarles el iPad y darles una pelota, incentivarlos con desafíos y enseñarles lo importante, eso que les queda grabado en la memoria, tatuado en el ser. No siempre se enseña con palabras y sermones, la mayoría de las veces se enseña con el ejemplo. Como ya dije alguna vez, ellos nos están mirando. No nos damos cuenta, pero nos miran. Y aprenden.
Me quedó grabado, tatuado, lo heredé, lo recibí como un legado que hoy quiero compartir con mis hijos. No con palabras-ya sabemos que se las lleva el viento- pero sí con acciones, con gestos, con ejemplos. Un regalo que me hizo mi papá hace tiempo, en silencio y sin saberlo, y que hoy le regalo a mis hijos.
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