Emocionadas, cansadas, partidas, cosidas, felices, angustiadas, ciclotímicas, entregadas, preocupadas, hinchadas, doloridas, monotemáticas, aisladas, rebalsadas, asustadas, deprimidas, ojerosas, enrodetadas, poderosas, lastimadas, vulnerables, fuertes, obsesivas, malhumoradas, sensibles, histéricas, inseguras, transformadas. Pero sobre todo: locas.
La primera vez que lo noté fue en la fila de la farmacia. Una mujer de unos 35 años carga entre sus brazos un shampoo, una crema de enjuague, un paquete de pañales talle P, algodón, óleo calcáreo y dos esmaltes de uñas. Uno negro y otro rojo pasión. Mientras la miro, fantaseo. Me pasa seguido esto de observar y fantasear, especular, inventar, imaginar sobre vidas ajenas cuando por algún motivo me toca esperar. La sala de espera vendría ser el súmmum del fantaseo. Que tiene un bebé es seguro, lo que no sé es si tiene más hijos. Que tiene ganas de volver a ser -un poquito- la de antes también está claro. Lo sé por los esmaltes. También por el shampoo y la crema. Soltarse el pelo, entrar a la ducha, que el agua te caiga, cerrar los ojos. Tardar más de lo normal. Ponerte ese shampoo y esa crema que te compraste en la farmacia. Salir con otra decencia, la moral un poco más alta y el humor colorido. La fila avanza lento y yo sigo fantaseando. Entonces veo cómo esta mujer se balancea, para un lado y para el otro, como quien intenta dormir a un bebé. La sigo con la mirada y medio que me da sueño. Ese vaivén me suena conocido. Lo bailo en las madrugadas con mi compañero de 8 kilos. Ella lo baila en la fila de la farmacia con un paquete de pañales. Está bailando con productos de aseo mientras imagina sus uñas pintadas de rojo pasión. Una imagen cruda de la maternidad. Las mujeres madres tienen incorporado este bamboleo y lo practican en cualquier situación aún estando solas. Mecen cochecitos vacíos, palman espaldas imaginarias a las 3.56 am y se balancean en la fila de la farmacia tratando de dormir al shampoo, la crema de enjuague, el paquete de pañales, el óleo, el algodón y los dos esmaltes.
La segunda vez que lo noté fue conmigo de protagonista. Alguna noche de viernes del año pasado. Estoy sola, con una panza de seis meses y dos niños que ni piensan irse a dormir. Cuando por fin lo logro después de idas vueltas caídas llantos peleas cepillos de dientes pañal cuentos de buenas noches vasos de agua besos de despedida (sí, todo así sin coma porque da la sensación física de intensidad, no?) y 14 entradas más al cuarto (ay me quedé sin aire), de una vez por todas reina el silencio en casa. Tengo una tarta de jamón y queso que caliento en el horno porque en el microondas queda como una goma (prohibido calentar en microondas empanadas, tartas y pizzas) y entonces me siento con mi tarta y mi vaso de coca light. Chequeo la hora en el celular: 21.58. La tele está prendida y me quedo mirando. Termino de comer, me acomodo en el sillón para seguir viendo más cómoda y algo me saca de ese limbo en el que estoy despatarrada. Una leyenda en la pantalla me descoloca. Es Netflix que con insistencia me pregunta si quiero seguir viendo lo que estoy viendo. Qué manía la de Netflix de corroborar si de verdad estoy segurísima de que quiero seguir viendo lo mismo. Le doy aceptar y vuelvo a chequear la hora. 22.31. En la tele escucho una voz conocida: es Peppa que le habla a una oveja que se llama Susi y a una liebre de nombre Rebecca. Estuve 33 minutos mirando Peppa Pig, sola, un viernes a la noche, con una panza de seis meses en donde baila un bebé que se acaba de comer un pedazo de tarta de jamón y queso calentada en el horno. Obvio.
Las mujeres madres estamos locas.
Volvió la inspiración.
Volvieron los #MartesDeRelato.
Gracias por estar ahí.
1 Comentario
Te acabo de descubrir y sos una capa!! Identificada por completo con cada uno de tus relatos!
Miles de aplausos!