#MartesDeRelato

NO SE ENTIENDE, SE SIENTE

Papá y mamá se conocieron en las playas de Miramar. Mientras él se comía una manzana adentro de la carpa, apareció ella corriendo por la arena hirviendo y frenó en la primera sombra que encontró, justo donde él estaba sentado. Aquél mediodía se encontraron y nunca más se separaron. La primera vez que yo fui estaba en la panza de mamá, y durante 20 años consecutivos mi eneros transcurrieron en estas costas. En este lugar aprendí a gatear, me metí al mar por primera vez, hice mis primeras amigas, aprendí a andar en bici, salí de noche sola, y me enamoré, cada verano de uno diferente. En Miramar también bailé mi primer lento (Fuego contra Fuego de Ricky Martin, ja!) y di mi primer beso, un 14 de enero.

La última vez que pisé este lugar, fui «de hija». Muchos años después vuelvo como mamá. Pasé por la bicicletería (La Jirafa, que ya no existe más) y me acordé de mis andanzas pedaleando de acá para allá, cuando todavía no era peligroso que un grupo de chicas solas circule en bici; fui a la escollera y me acordé de esos primeros cigarrillos a escondidas, y cuando pasé por el boliche miré su balcón y me acordé de ese primer beso. (¿Qué será de la vida de él?) Cuando le compré a Cruz un helado en la playa, los ojos del señor heladero me sonaron conocidos. Es que era el mismo que muchos años atrás le vendía a mi papá los mil helados que nos comíamos por día con mis hermanas. Al barquillero nunca le pude sacar más de dos barquillos con la ruleta, y ahora tampoco; y los sandwiches de jamón y queso abajo de la sombrilla siguen siendo crocantes por la arena. Cuando fui a la orilla el viento y el Atlántico me recordaron cuando podía meterme al mar durante horas sin sentir frío. En la peatonal me acordé de las noches de fichines, cuando eran con cospel y salían 25 centavos, y me tomé unos minutos para sentarme en el Pac Man y darme cuenta de que sigo siendo tan buena en este juego como cuando era adolescente. Saliendo de Pibelandia, una cuadra antes del mar, me encontré con Mickey, no el dibujo animado, sino el lugar donde se comen los panqueques mixtos con licuado de banana más ricos del mundo mundial. Y cuando alquilamos un karting, me acordé de los días de lluvia cuando nos subíamos de a ocho y todo era diversión despreocupada y genuina.

Este lugar no tiene glamour ni sale en las revistas, pero atesora los mejores momentos de mi vida. Ya no se ven tantas bicis pero el viento en la orilla sigue teniendo el mismo olor salado y cuando lo volví a sentir fuerte en mi cara, despabiló todos esos recuerdos que duermen en alguna parte dentro mío. Mientras paseábamos en el karting les mostré cada rincón con historia (menos el balcón del primer beso, claro). También les conté que sus abuelos se conocieron en ese mismo lugar, y que si no fuera por Miramar, ni ellos ni yo estaríamos acá. Me miraron raro, sin entender. Pero es que hay cosas que no se entienden, solo se sienten. Como cuando te quema la arena y corrés buscando alivio pero además te encontrás con el amor de tu vida. No se entiende, se siente.

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