Maternidad es poner el cuerpo, desde mucho antes de parir. Una pone el cuerpo para hacerse un test de embarazo y para llorar cuando da positivo (o negativo), para los análisis de sangre y para las ecografías. Pone el cuerpo en los mareos, las náuseas y en las 47 veces que va al baño por noche. Para sentir las primeras patadas y para luchar contra el sueño que acecha pero también contra el insomnio. Pone el cuerpo para que éste se deforme al punto de no reconocerlo, para que aumente de tamaño y para ser sede de las primeras estrías. La maternidad es poner el cuerpo cuando la espalda duele y los tobillos se hinchan, cuando las pecas se oscurecen y los cachetes se ponen rozagantes. Es poner el cuerpo para que las hormonas circulen y se multipliquen impunemente, para que el pelo se ponga brilloso sabiendo que después viene la debacle y empieza a caerse descomunalmente. También es ponerlo cuando las contracciones aparecen y se vuelven rítmicas, y es poner el cuerpo en manos de otro cuando llega el momento, para que lleve a cabo el milagro por el que esperamos nueve meses.
Se pone el cuerpo para parir y para que el corazón galope cuando nos encontramos con ese recién llegado que pasa a ser lo más importante del mundo, se pone el cuerpo para alimentar y para abrazar, para levantarse por las noches, para acunar y para alzar. Se pone el cuerpo en las ojeras, en las marcas, en las cicatrices y en la Ley de gravedad. En los ombligos, que ya no vuelven a ser los mismos, y en las panzas que tampoco vuelven a ser las de antes. Se pone el cuerpo para que nunca más vuelva a ser el mismo.
Y un día llegó la hora de ponerlo, pero de verdad. Me acosté en una camilla y me entregué, en cuerpo y el alma. Él lloraba tan enojado, nosotros nos reíamos tan contentos. La partera -astuta- supo captar este momento genuino de encuentro mágico, de conexión verdadera y de tres almas haciendo alquimia. Esto es lo que llamo poner el cuerpo, y el alma, para dar vida.
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