#MartesDeRelato

TÊTE À TÊTE (LITERAL) CON LA LACTANCIA

Qué suerte que esta escena quedó inmortalizada: la primera vez que nos miramos a los ojos. Él me mira como reconociéndome, yo lo miro sin poder creer lo que veo. Con este tête à tête -literal- empecé a escribir la historia de mi lactancia. No fue un tema que me preocupara tanto durante el embarazo, creo que me parecía algo tan natural que no hacía falta investigar demasiado. A veces tanta información marea, y escuchar experiencias ajenas confunde y trae miedo. Sobre el final de las 40 semanas una amiga me habló de una puericultora que nos podía dar una charla sobre el tema y hacerle preguntas. Al principio me costaba pronunciar la palabra. Puericultora. Nos juntamos en casa, tomamos té, comimos medialunas y nos contó sobre el arte de amamantar. Nos dejó bastante tranquilas, aunque tres meses después, esa misma puericultora me paralizó de miedo. Qué paradoja, ¿no?

Todo fluía perfecto, no tenía dolores, él se prendió bien desde el primer minuto y hasta venía engordando un poquito más de lo normal. Pero algo pasó en algún momento, nunca supe con certeza qué. Una noche, pocos días antes de cumplir tres meses, me empezó a rechazar. No había forma de que quisiera comer, lloraba y se tiraba para atrás. No quería saber nada conmigo. ¿Y esto? Nadie me había hablado sobre esta posibilidad. Yo explotaba y él tenía hambre. Las condiciones estaban perfectamente dadas, pero se negaba a comer de mí. Entonces le pedí a su papá que por favor me fuera a comprar esas leches maternizadas. Tenía que sacarme la duda. Se la tomó en menos de lo que canta un gallo. Me transformé en un nudo de emociones. Frustración, miedo, bronca, incertidumbre. Mi hijo me estaba diciendo, sin hablar, que prefería una mamadera que a su mamá. Fue ahí que me acordé de esa puericultora tan amable que había venido a mi casa. «Es muy grave lo que acabás de hacer», me dijo. «Tu hijo necesita leche materna, no una comprada en el super». Sus palabras fueron como una piña en la mandíbula. En pleno puerperio, llena de miedos, angustia y vulnerabilidad, le creí. A esta persona seguro que la bocharon en el final de Psicología. La parte de «cómo contener a una madre que acaba de parir» nunca la aprendió. Decidí escuchar mi instinto de madre. Si tan sólo siempre pudiéramos escuchar este instinto y desoír otras voces.  Me conseguí un sacaleche eléctrico y durante los siguientes tres meses fue como una extensión de mi cuerpo. Llenaba mamaderas y él se las tomaba feliz. Cuando lo enganchaba medio dormido lo engañaba y tomaba de mí, hasta que se daba cuenta y todo volvía a empezar. Cada cuatro horas repetía el mismo ritual con ese aparato que se había convertido en mi salvación. Aunque cada tanto, cuando no podía más, me animaba a darle «una leche de super». Hubiera sido más fácil hacer esto siempre y olvidarme de las madrugadas atada al sacaleche. Por lo menos esto es lo que me decían los demás, pero una vez más, opté por no escuchar otras voces. Sólo la mía.

Hasta que un fin de semana de septiembre nos escapamos a Carmelo. Estábamos a 10 km de llegar cuando sentí que se me paraba el corazón. Me había dejado olvidado el sacaleche en la mesada de la cocina. Tampoco tenía «leches de super» por las dudas. Eran las 10 de la noche y mi bebé tenía que comer. Fue entonces, como por arte de magia, que los planetas se alinearon y el universo conspiró a mi favor. Nunca voy a saber qué pasó esa noche en ese coqueto hotel de Carmelo. Pero comió con una paz que nunca antes había tenido, se quedó dormido arriba mío y no se despertó hasta el día siguiente. Fue el fin de la era sacaleche.

No sé cuál sería la moraleja de esta historia. Si «persevera y triunfarás», si «no hay que escuchar a puericultoras que rindieron mal el examen de psicología», si «hacé lo que puedas que todo va a estar bien» o si «cualquier cosa andate a Carmelo». Quizá todo eso al mismo tiempo.

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