#MartesDeRelato

TRASTORNOS POSMODERNOS

Adictos al waze, amantes de los filtros, atentos a las notificaciones sonoras. Pendientes de las últimas conexiones de whatsapp, como si eso nos dejara más tranquilos. Fanáticos de mirar vidas ajenas y -si la base no es sólida- angustiarse ante la confusión de creer que lo que se ve es lo que es, siempre. Acostumbrados a registrarlo todo, como si la consigna fuera «si no se registró, no pasó». Para después lanzarlo al universo infinito de las redes sociales. Hipnotizados frente a ellas y frente al celular, lo primero y lo último que vemos cada día. Tanto se depende de los dispositivos tecnológicos que algunos elijen -por ejemplo-  ver nacer a sus hijos a través de una pantalla, pero de cuerpo presente. Dar sus primeros pasos, soplar su primera velita, otros ejemplos de primeras veces que se experimentan mediatizadas por la tecnología. Esto es lo que llamo trastornos posmodernos y ahí estamos nosotros, rendidos ante ellos.

Antes la ansiedad de un niño pasaba por saber si le iba a tocar o no un VALE OTRO en el palito del torpedo o cuántos Sugus verdes tenía la bolsita de caramelos sueltos que se había comprado con un peso en el almacén de la esquina (Sugus verde manzana o nada). Si iba a poder comer el bon o bon por capas y que ese corazón de manteca de maní quede intacto para saborearlo al final, o por saber quién ganaría la competencia de globos con los Bazooka de frutilla, sin que se exploten en la cara, claro. En los viajes largos, la ansiedad pasaba por saber quién sería el ganador del Ni sí ni no ni blanco ni negro. Ay, los viajes largos. Me pregunto cómo hacían nuestros padres para sobrevivir y llegar a destino sanos y salvos, sin tecnología de por medio para distraer a sus criaturas, para chequear la ruta más rápida o para llamar a pedir ayuda en caso de que el auto se rompa en medio de la pampa húmeda con niños hambrientos y aburridos en el asiento de atrás. Qué panorama desolador. Hoy, en cambio, la ansiedad en los viajes largos pasa por no quedarse sin batería en el Ipad o por no perder la señal. Tanto en chicos como en grandes, qué locura. Da pánico que esto suceda y entonces se viaja con baterías extra y mil películas bajadas. No sea cosa que haya que hacer uso de la propia imaginación y que no alcance.

Los adultos de antes no sufrían de estos trastornos posmodernos pero sin dudas habrán tenido los suyos: no perder sus agendas de papel donde escribían los números de teléfono, con y sin 4 adelante; conseguir un teléfono púbico si necesitaban llamar a alguien en la calle, o no saber quién estaba del otro lado cuando sonaba en sus casas. El que tenía decodificador de llamadas era todo un adelantado. Encontrar un número en la inmensidad de las páginas amarillas era una odisea pero juntarse con amigos era más fácil: a las 9 en la pizzería de la esquina, sin necesidad de tanto grupo de whatsapp fugaz, ni de tantos gustos posmodernos de pizza. La tecnología nos soluciona la vida con sus aplicaciones: nos presenta el amor (bueno, «amor») con Tinder y nos acerca con Skype. Los filtros nos embellecen y Google nos despeja las dudas. Conseguimos trabajo sin salir de casa, compramos desde el sillón. Tenemos todas nuestras necesidades cubiertas pero estamos medio trastornados. Sentarse en el inodoro con el celular, comer con el aparato en la mesa, hablar a través de él pero no poder hacerlo con el que está en frente, tenerlo todo el día en la mano como una extensión del cuerpo, manejar con la mirada que va y viene, mirarlo más que a los propios hijos, sentir que nos falta una oreja si no lo tenemos cerca; todo eso es de trastornados. Yo quiero hijos lo menos trastornados posible. A veces quisiera volver al VALE OTRO del helado o a la bolsa de Sugus verdes (verde manzana o nada, no acepto críticas) por un peso, pero todavía no se inventó la app para viajar en el tiempo o para bajar la inflación ¿o sí?

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