¿Cómo venís con la culpa? A mí me tiene cortita, cortita. Ya escribí sobre ella hace algún tiempo y conté cómo la muy desgraciada me hacía bullying. Pensé que era cuestión de tiempo, que ya se me iba a pasar, que la culpa no podía quedarse para siempre. Pero eso nunca sucedió. Entró a mi vida no sé muy bien por dónde y hoy se pasea por casa, agazapada, altanera y orgullosa, siempre lista para dar el zarpazo letal.
No, no me da culpa que miren tele. Nada de culpa. A mí no me vengan con extremismos y fundamentalismos. Nunca fuimos buenos amigos. Ellos miran tele un rato cada día y la pasan bomba. Tampoco me da culpa que se coman la galletita con chips de chocolate en vez de la granola con frutas. No hay culpa cuando me encierro en el baño a hacer nada. Esos minutos son míos, no sé qué pasa afuera. No me da culpa cuando se enferman, simplemente porque los chicos se enferman. Eso los hace más fuertes. También se caen y se hacen frutillas en las rodillas. Eso también los hace más fuertes.
A mí me dan culpa otras cosas, más profundas, esas que tocan fibras delicadas, que mezclan mambos propios con algunos ajenos y heredados. Como si con los propios no fuera suficiente. Me dio culpa esa vez que lo comparé con su amigo y él se quedó mirándome como desilusionado. También cuando me propuso jugar y yo no tenía ganas entonces inventé una excusa. ¿Y cuando le grité y abrió los ojos grandes? No me olvido de esa cara. Una vez lo reté fuerte y él no había tenido nada que ver. Puñal cuando vi que le temblaba la pera. A veces somos injustos. Me da culpa cuando me llaman tres o cuatro veces mientras yo tengo la mirada puesta en el celular. Me da culpa cuando estoy con ellos sin estar o cuando no disfruto de su compañía. Cuando quisiera estar en otro lugar y el chiquito quiere upa y yo quiero irme. Culpa cuando no empatizo con sus emociones o cuando digo palabras que – lejos de que se las lleve el viento- quedan instaladas en sus entrañas.
Me di cuenta, entonces, de que la culpa también se instala y se convierte en ocupa de nuestras vidas y de nuestras entrañas. Siempre y cuando la dejemos. Pienso que si no le damos tanta entidad quizás un día se aburra, junte sus petates y se vaya por el mismo lugar por el que entró hace un tiempo. Eso mismo con todos los fantasmas que nos acechan. Si no les damos bola, tal vez desaparezcan. Después de todo, cuando veo ese brazo que, espontáneamente, se apoya en el hombro de su hermano, pienso -aliviada- que vamos por buen camino.
sin comentarios aún