Le explicamos que papá también los tuvo que usar cuando tenía su edad, le mostramos fotos y eso lo entusiasmó. Su cara cuando se los probó por primera vez fue de sorpresa y de risa. Por fin estaba viendo el mundo tal cual es, con todos sus matices y formas. Y algo de eso le causó gracia. «Ahora puedo ver mejor los agujeritos que se te hacen en los cachetes cuando te reís y las letras que la señorita escribe en el pizarrón».
Al principio sufrí por él, pensando que se iba a sentir incómodo o con vergüenza. Pero eso es apropiarme de su historia. Esta es su historia, no la mía, y su modo de vivirla es mucho más fresca y espontánea de la que creí. Así son ellos, tanto más fáciles y simples, sin ideas extrañas ni pensamientos negativos y enroscados. Tanto más piolas que nosotros, los grandes. La rebeldía le duró dos días y de a poco se va dando cuenta de que ese par de anteojos no es su enemigo, no llegó para complicarle sus días, sino para volverlos más lindos, claros y luminosos.
¿Son mágicos? Dudé al contestar, pero al final elegí seguir su historia de fantasía. Si él quiere pensar que sus anteojos son mágicos porque cada vez que se los pone el mundo parece más lindo y las personas más buenas, ¿porqué romperle la ilusión? Me encantaría tener unos anteojos así, como los de él, que con su magia todo alrededor se transforme en algo mejor. «Depende del cristal con que se mire», se suele decir. Los suyos hacen magia y está bien, nunca viene mal un poco de fantasía para cortar con tanta realidad.
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