Tengo recuerdos firmes de niñez. Firmes porque aparecen con claridad en mi mente, o en mi corazón, donde sea que se guardan los recuerdos. Hay una casa con ruido, un papá que silba desde la entrada cuando vuelve de trabajar con su portafolios negro en la mano, una mamá que nos abre la puerta cuando volvemos del colegio y se sienta a tomar el té. También hay veranos eternos cerca del mar y un perro negro que se llama Pascual. De grande -sólo de grande- descubrí que no me acuerdo bien qué regalos me hicieron de chica, pero sí me acuerdo bien la manera en que me hicieron sentir.
La misión más importante que tengo con mis hijos es que ellos se acuerden de cómo los hice sentir. Queridos y aceptados, más allá de todo. Ojalá se acuerden de lo lindo, y no tanto de lo otro. Porque también está lo otro. Errores, injusticias, perdones. Me gustaría que se acuerden de las casitas que hacen con los almohadones, de cómo los tapo antes de dormir y del beso en la frente. De los viajes con canciones y de las carreras a caballito. Ojalá se acuerden de mi voz cuando canto y no cuando grito. Bueno sí, a veces grito. De los abrazos, las miradas y las risas. Los aromas y los sonidos. También de los colores.
Ojalá estemos construyendo recuerdos cálidos que pululen siempre en su mente o en su corazón, donde sea que se guarden los recuerdos. Ojalá estemos cuidando su niñez. Feliz día para nuestros niños. Feliz vida para ellos.
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