Antes de quedarme embarazada tenía miedo de no poder quedarme; cuando me quedé, le tenía miedo a la ecografía que se hace entre la semana 11 y la 14, la famosa translucencia nucal. La noche anterior me costó dormirme, soñé cosas muy feas y mi estómago fue un nudo apretado que sólo se desató cuando el obstetra nos dijo, sonriendo, que podíamos quedarnos tranquilos. Después empecé a pensar en otra ecografía clave, la de la semana 20, en donde van órgano por órgano chequeando que todo esté en orden. Durante todo el embarazo le tuve miedo a la toxoplasmosis y me volví un poco maniática lavando bien la fruta y la verdura y chequeando que el pedazo de carne que me tocaba en suerte en los asados estuviera cocido hasta en su último rincón. Cuando se acercaba la fecha le empecé a tener pánico a lo que se venía; cuando nacieron me asaltó otro miedo: que dejen de respirar mientras duermen. Cuántas veces por noche habré prendido la linterna del celular para «chequearlos», por las dudas. Cuando empezaron a rolar tenía miedo de que se me cayeran de la cama, hasta que un día se cayeron.
Que se patinen en la bañadera, que se golpeen los dientes con ese semicírculo de metal para trepar que hay en las plazas (¿cómo es que se llama?), que coman las uvas enteras, que se atraganten y no acordarme de lo que aprendí en el curso de RCP. Le tengo miedo a la fiebre sin causa aparente, que Blas se meta la punta del cargador de celular en la boca, que caminen del lado de la vereda que está más cerca de la calle, que muerdan el vaso de vidrio mientras toman, que se claven el tenedor en el ojo, que se golpeen la cabeza después de agacharse a buscar algo, pellizcarles la piel del cuello con el cierre cuando les subo el buzo hasta arriba si hace frío (me pasa todos los inviernos), cortarles el dedo en vez de la uña, que hagan fondo blanco con el Ibupirac rosa porque tiene gusto a chicle y -después de ver The Affair- le tengo más respeto al agua.
Agotador ¿no? Y eso que no me catalogaría dentro del trastorno «madre obsesiva compulsiva» (MOC). Más bien soy bastante relajada, aunque después de esta confesión nadie me crea. Pero es que el miedo viene incluido en el combo de sentimientos y emociones que aparecen cuando una trae hijos al mundo. Algunos más irracionales y fantasiosos, otros heredados, muchos rebuscados y unos cuantos muy reales. Hay miedos clásicos que no tengo y hay miedos que sí tengo y seguro no tiene nadie. Pero hay algo que tengo claro. No quisiera que ellos se apropien de mis propios miedos. Prefiero que hereden la valentía para enfrentarlos. Así que, pensándolo bien, mejor me sacudo las paranoias. Pero, por las dudas, también desenchufo el cargador y escondo el Ibupirac.
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